martes, 30 de septiembre de 2008

"ATRACO A LA GADITANA"

Para compensaros por tan lánguida espera sin postear, rescato de mi baúl un artículo que me encontré hace unos días mientras revisaba viejos mails que me enviaron.

El artículo es de Arturo Pérez Reverte y hace referencia a un peculiar atraco, donde Antonio Reguera ubicaría la acción en la Tacita de Plata. Esto no tiene desperdicio. Alguno ya lo conocereis, otros seguro que no. Pero tanto a unos como a otros os compensará leerlo. Unos por segunda vez y otros por primera. Allá va.

Arturo Pérez Reverte.

ATRACO EN CÁDIZ.

Cádiz. Última hora de la tarde. Calle casi desierta, a excepción de David, hijo de mi amigo el artista gaditano, especialista en reconstrucción de uniformes históricos, Miguel Ángel Díaz Galeote. David, que tiene catorce años, acaba de salir del colegio y espera sentado en la parada el autobús que lo lleve a casa. Pasa algún coche de vez en cuando. Al rato, atento a la llegada del transporte, ve acercarse una bicicleta desde el extremo de la calle. Sin prestarle atención, sigue hojeando los apuntes que tiene sobre las rodillas, porque dentro de tres días hay examen y lo lleva crudo. Mientras tanto, despacio, la bici llega hasta él. David levanta la vista y comprueba que se ha detenido y que, apoyado en el manillar, lo observa un chico un par de años mayor que él. Uno de esos pishas gaditanos de toda la vida: moreno, escurrido de carnes, pantalones de chándal y camiseta del Cai. El recién llegado lo mira muy fijo. Tiene el aire clásico de los zagales duros de allí. Así que David, pese a ser un crío tranquilo, se mosquea un poco.
–Dame er dinero, quiyo –dice el de la bicicleta.

Los pocos coches que pasan no se percatan de la situación; y aunque así fuera, que se detuvieran es otra cosa. David, que no tiene un pelo de cobarde, tampoco lo tiene de chuleta, ni de tonto. Sabe que allí solo, frente a uno de dieciséis años, va listo. Indefenso total. Así que lo mira a los ojos, procurando no mostrar más preocupación que la justa.
–Sólo llevo un euro –responde–. Para el autobús.
Habla con la calma de quien dice la verdad. El otro lo mira de arriba abajo, despectivo, apoyado en el manillar. Por un momento, David piensa en el reloj que lleva en la muñeca, regalo de sus padres. Espero que no le dé por quitármelo, se dice. Pero al otro sólo le interesa el metálico.
–Vacíate los borsiyos.


Resignado a lo inevitable, David obedece. Deja los apuntes en el suelo y se levanta. Su único capital, el solitario y patético euro, reluce en la palma de su mano. Sin dejar la bici, el otro se apodera del botín. Luego se aleja pedaleando tranquilamente, haciendo eses por la calzada. David suspira, coge sus apuntes y echa a andar por la acera, en la misma dirección por la que se aleja el precoz chorizo que acaba de arrebatarle su capital. Media hora hasta casa, calcula. Algo menos si camina deprisa. A trechos se sorbe un poco la nariz. No está avergonzado –es un chaval sereno y sabe que la vida es así–, pero siente picado el orgullo. Si el otro hubiera tenido su edad, el euro habría tenido que quitárselo a golpes, si se atrevía. Pero las cosas son lo que son. Así que aprieta el paso, inquieto porque llegará tarde a cenar y su madre estará preocupada.
–¿Aónde vas, quiyo?


El joven atracador, que al volverse a mirar atrás lo ha visto caminar, acaba de describir una curva con la bicicleta y ahora pedalea a su altura, mirándolo con curiosidad. Sin aflojar el paso, ceñudo, David responde.
–¿Dónde voy a ir? A mi casa.
–¿Andando?
–Me has quitado el euro.
El otro se queda pensando. Luego le pregunta dónde vive, y David se lo dice. En la calle tal, número cual. Durante un trecho, el pisha sigue pedaleando a su lado, el aire reflexivo, mirándolo de reojo. De pronto frena.
–Sube, quiyo. Que te yevo.
–¿Qué?
–Que subas, oé.


Y entonces, David, con la naturalidad de sus benditos catorce años, se instala en el único asiento de la bici y se agarra a los hombros del choricillo, que, de pie sobre los pedales, sin sentarse, lo lleva tranquilamente por la avenida, durante diez o doce minutos, hasta la puerta misma de su casa.
–Gracias –dice al bajarse.
–De nada, quiyo.
Y el joven atracador se aleja muy digno, pedaleando. Dicho en una palabra: Cádiz.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Qué arte!...El Yuyu y Pérez-Reverte... dos de mis escritores favoritos en la misma página web... Gracias Yuyu (qué rasca hace en Chicago, macho).
José Antonio.

virma dijo...

despues de casi tres semanas de ausencia,llego de Paris y me encuentro tu blog lleno de arte y de buenas noticias,tu chirigota ya en marcha y pa colmo este maravilloso articulo de Arturo rematado por ti, que mas puedo yo pedir,ah si, que Ruibal sea pregonero en mi primer carnaval como parte integrante de una agrupacion,la cual me guardo hasta que no suene bien del todo,vuelvo contenta y con muchas cosas nuevas aprendidas, ni te imaginas las recetas que traigo delicatessen, me acorde de ti, porque hay una de bogavante que ya te contare ummmmmmmmmmmmmmmmmmmm,bueno vida, me alegro de encontrarte mejor pues cuando me fui estabas un poco chungo,ya te seguire contando,besos y ciaoooooo.

Anónimo dijo...

Precioso.
ya lo lei en su dia cuando Reverte lo publicó pero hoy me ha vuelto ha emocionar

Anónimo dijo...

Precioso.
ya lo lei en su dia cuando Reverte lo publicó pero hoy me ha vuelto ha emocionar